Eduardo Moga: Borges Borde


Foto: Corbis
Hacía un año que había empezado a leer Borges, el diario sobre la amistad entre Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges que aquél había mantenido, sin desmayo, entre 1947 —«hoy empecé el diario» es su primera y visionaria anotación, el 21 de mayo de ese año— y 1989, tres después de la muerte del autor de Ficciones. Y había decidido leerlo porque a) me gustan los libros gordos, b) me gustan los diarios y c) me gusta Borges. Me gustan los libros gordos, porque, en esta época de levedades, me hacen creer que aún hay lugar para el esfuerzo y la grandeza —aunque, en realidad, Borges sea un ladrillo fragmentario, una voluminosa sucesión de microscopías—. Me gustan los diarios —y, en general, todas las prosas fronterizas: biografías, autobiografías, epistolarios, cuadernos de notas, textos híbridos, experimentos inclasificables…—, porque, si están bien escritos, suelen contener más vida, más sudor y latido, que las obras de ficción; y, si la literatura ha de servirnos para algo, es para vivir más, para ser más, aunque lo hagamos en la piel de otro. Y, por último, me gusta Borges como me gusta Woody Allen: aunque lo que haga sea endeble o irritante (iba a escribir «malo», pero ni uno ni otro han hecho nunca nada que lo sea); es, quizás, el único escritor del que estoy dispuesto a aceptarlo todo. También me gusta Bioy, especialmente otro patchwork suyo, De jardines ajenos, publicado en 1997, en el que, dando muestra ya de su capacidad para el compendio —que no es sólo recolección ciega, sino fruto de una inteligencia cisoria—, reúne un descacharrante compendio de frases, observaciones y anécdotas que acreditan, bien la genialidad, bien la gilipollez humana. 
Sin embargo, hacía meses que había dejado de leer Borges, aunque no lo había colocado todavía en la estantería correspondiente de la biblioteca, que es como depositarlo en el camposanto. Borges seguía en mi mesilla personal, al lado del sillón de orejas (porque tengo un sillón de orejas), donde se apilan, en agónico tumulto, los libros pendientes de leer o los que están a media lectura. Los primeros miran a los segundos con indisimulada jactancia, con sus tapas intactas, con la luminosidad de su celulosa sin tacha y con la promesa de albergar innumerables placeres; éstos, fatigados, despintados por el sol, con las esquinas luxadas y arañazos de vino o lápiz, les devuelven la mirada como animales apaleados, pero aún erguidos, y con la secreta esperanza de que su propietario se olvide de por qué los compró, sean retirados de la mesilla e inhumados en la fosa de la biblioteca, y se les borre esa sonrisa de superioridad de la portada. No me preocupa interrumpir la lectura de los libros largos. A veces, me empachan, y opto por dejarlos descansar, como a mi propia escritura. Recurro entonces a cosas distintas: poemarios breves, algún ensayo histórico, asuntos de divulgación; aunque, si lo que quiero es desintoxicarme de verdad, nada mejor que echar mano de algún poeta de la experiencia —cuanto peor, mejor— o de las sandeces críticas de García Martín: la risa es el mejor desengrasante. Junto a Borges, estaban en la mesita, también esperando una nueva oportunidad, Incurable, de David Huerta, y la Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, dos onerosas obras maestras. 
Este verano pensé que sería un buen momento para proseguir con la lectura de Borges. Nos esperaban muchas horas de carretera y, dado que yo sólo cojo el volante para darle los relevos imprescindibles a mi mujer, eso significaba muchas horas de lectura. Y así fue: mientras recorríamos los paisajes ardientes del Alentejo y los más abrasadores aún del Algarve —donde, si uno ponía atención, podía oír el crujir de las plantas bajo el sol, y hasta la dilatación del propio cráneo—, retomé las páginas de Bioy con bríos renovados y conseguí acabar el libro. No me molesta reconocer la contradicción subyacente en que un libro me guste y que diga que por fin «consigo acabarlo». Todos los libros que me han importado me han supuesto un esfuerzo; como todas las personas. Es más: si no me da trabajo, es que no es tan bueno como pensaba. 
Completar la lectura de Borges me permitió confirmar algo que ya había observado desde el principio, pero que me negaba a reconocer: Borges era un borde. Como el argentino es, desde hace mucho tiempo, un icono de nuestra cultura, casi todos conocemos ya algunas opiniones suyas —la democracia, ese abuso de la estadística, por ejemplo—, cuya perversidad suele interpretarse como un exabrupto de su genio, como una boutade, disculpable y burlona, propia de su brillantez. Y algo de cierto hay en ello: en las inteligencias excedentes, los hallazgos rebosan junto a las idioteces; la ganga de la estupidez acompaña, sospecho que inevitablemente, al oro de la inteligencia. Algo más difícil resulta disculpar algunos comportamientos suyos, como aceptar una condecoración de Pinochet: las manos que se la impusieron habían asesinado a más de diez mil chilenos, aunque Borges ya pagó por ese —seamos benévolos— desliz: le valió que no le otorgaran el Premio Nóbel, algo que el argentino pasó a considerar «una tradición escandinava». Sin embargo, uno espera de los seres a los que admira, y que han ayudado a iluminar la cultura y a construir la sensibilidad de su tiempo, una cierta depuración ética, un esfuerzo reconocible por desprenderse de las oscuridades que lo habitan, no un ahondamiento en el lodo. En Borges, esta profundización en lo abyecto, si bien siempre incruenta, se agudiza con los años, y queda expuesta por Bioy con precisión entomológica: su diario no juzga, ni glosa, ni interpreta; se limita a transcribir, con muy leves incursiones de su subjetividad, en forma de suaves discrepancias o sutilísimas críticas. La naturalidad con que los personajes del libro y, en primer lugar, el propio Borges desfilan por sus páginas no consiente el maquillaje estético o el disimulo retórico: dicen lo que dicen y se muestran como son, para bien o para mal. Como todo el mundo, claro. Pero es que ellos no son todo el mundo. Borges no es todo el mundo. 
Señalaré cuatro constantes de su pensamiento, algunas de ellas especialmente repulsivas. A Borges no le gustaba la democracia. En la entrada del 8 de julio de 1972, Bioy transcribe estas manifestaciones suyas: «Cuando Uriburu (…) anuló las elecciones que ganaron los radicales, creí que obraba mal: obraba bien, obraba decentemente. Si no, ¿para qué había hecho la revolución? (…). Es un disparate la democracia. Nadie cree que el pueblo sepa cuál es el mejor matemático o el mejor biólogo. ¿Por qué va a saber quién puede gobernarlo mejor?...». Resulta asimismo muy significativo que no haya ningún comentario de Borges sobre la dictadura militar argentina, que llevaba exterminando compatriotas desde el 24 de marzo de 1976, hasta finales de diciembre del año siguiente, cuando tilda cautelosamente al general Videla, jefe de la junta militar, de «rudimentario». También era misógino. El 22 de diciembre de 1968, Bioy anota el siguiente diálogo: «Comentamos a las mujeres y la curiosa lamentación de sir Thomas Browne de que los seres humanos no pueden reproducirse como los árboles. BORGES: “Yo no creo que esté ahí el defecto de las mujeres. Lo tienen en el cerebro. (…) Tenía razón Samuel Johnson cuando decía que, si una mujer predicaba, uno no debía alabarla por que lo hiciera bien, sino simplemente porque lo hiciera, como al perrito que se para en las patas traseras”». Y racista, según propia confesión: el 5 de enero de 1969, en una conversación que Bioy, consternado, se atreve a calificar de «nada memorable», Borges afirma: «Yo soy racista. (…) Limpiaría los Estados Unidos de negros y, si se descuidan, me correría hasta el Brasil. Si no acaban con los negros, les van a convertir el país en África». Asombrado, su interlocutor le pregunta: «¿Aquí no quieren al Brasil?», y Borges responde: «No, nos parece un país de macacos». Una opinión en la que, por cierto, coincide con Adolf Hitler, como él mismo se encarga de recordar el 17 de noviembre de 1974: «Hitler dijo que los países sudamericanos eran países de monos». El 3 de enero de 1967, Borges ya había dejado clara su posición sobre las razas humanas: «La desdicha de América proviene de la estupidez del padre Las Casas: “Para salvar a los indios, trajo a los negros. Bien intencionado, pero obtuso. (…) la suerte de estas regiones era que ya no quedaban indios, ni rastros de indios, y que apenas quedaban negros». Por último, era un constante, meticuloso antiespañol, como reflejan sus críticas incesantes contra la literatura y los autores hispanos, e incluso contra el castellano peninsular. Aunque opinaba, como sostiene el 13 de junio de 1960, que «la literatura española está en decadencia desde el siglo XVII», que ya es decaer, no tuvo empacho en aceptar el Premio Cervantes en 1980, ex æquo con Gerardo Diego, al que el 11 de noviembre de 1959 había calificado de poetastro e imbécil. Entre sus múltiples invectivas, citaré sólo dos más: la que emite el 19 de octubre de 1965, según la cual la literatura española posterior a 1810 «no es más nuestra que la francesa y, si bien tenemos que resignarnos al pobre siglo XVIII español, no tenemos por qué cargar con el XIX. En la decaída España de entonces nadie escribía libros comparables al Martín Fierro, al Matadero, al Facundo, ni versos como los de Ascasubi» (claro: Larra no había existido, ni el Galdós de Fortunata y Jacinta, ni Leopoldo Alas y La Regenta, ni Juan Valera); y la del 8 de mayo de 1967, en la que sostiene que España no ha producido ni un solo buen dramaturgo (no: Lope y Calderón no valen un duro). Otra cosa que me sobresalta de Borges es su nacionalismo, ya perceptible en alguno de sus comentarios anteriores, aunque él se pronunciara siempre contra vicio tan nefando. Se trata, ya lo sé, de una conducta común, y extendida hasta hoy mismo, en que profileran los adalides del nacionalnonacionalismo, como Rosita Díez o los honrados dirigentes del Partido Popular, que, so capa de un universalismo ilustrado, esgrimen un españolismo feroz. Pero es que Borges y Rosita no se pueden comparar: el primero tenía la obligación de ser coherente con sus palabras. En cierta entrada que no he podido encontrar, pero que juro que existe, Borges se ofende con otros escritores que tachan su estilo de «inglés», y responde que, si con eso quieren decir que no es argentino, él es más argentino que nadie. Sí: el argentino Borges, que había considerado a Lorca «un andaluz profesional» o ridiculizado a los irlandeses por enorgullecerse de ser irlandeses, se enorgullece de ser argentino. 
Junto con todo esto, Borges es una explosión sin fin de agudeza crítica, ingenio lingüístico, defensa de nobles ideales, conocimiento de la literatura, lealtad con los amigos, pasión por los libros y amor por el diálogo que todo interesado, no ya en Borges o la poesía, sino en el saber humano, debería leer. 

Este artículo de Eduardo Moga se publicó por primera vez en La Náusea, "Borges borde", el 22/10/2010.

El penúltimo infierno de Borges

5 comentarios:

  1. Espléndido artículo. Borges, como hombre, fue producto de los valores conservadores de su familia y el contexto social que le tocó vivir

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    1. Así es, todos los hombres, como decía Ortega y Gasses somos "yo y nuestras circunstancias".

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  2. Desde luego, estas opiniones de Borges suenan ahora de los más políticamente incorrectas, pero en aquella época debían ser compartidas por unos cuantos de su generación. En cualquier caso su escritura no tiene nada que ver con ellas, es atemporal, genial, sin prejuicios

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    1. Sí, paradójicamente su escritura se libra de los prejuicios que parece que tuvo como hombre. Y sus libros se leen como si para ellos no pasara el tiempo. Ese es, en mi opinión, una de la razones que hace a Borges un autor tan fascinante para lo jóvenes, para los de su generación y para las que le han sucedido

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